Serena lleva dos años y algunos meses intentando volver a ganar un grande. La edad de Olympia. Anoche se retiró con lágrimas de la conferencia de prensa posterior a la semifinal que perdió contra Naomi Osaka en dos sets, partido que, excepto los primeros 10 minutos, fueron una arrolladora de la japonesa.
Los reporteros parecen ansiosos por declararla fuera de combate.
Cada torneo, llueven las expectativas sobre si lo logrará por fin, como si a su reino le hiciera falta alguna condecoración por obtener; crecen también las frustraciones y las críticas de quienes consideran que debe hacerse a un lado para darle oportunidad a las nuevas generaciones de recrear el tenis femenino sin ella de por medio.
Esas lágrimas están llenas de aquello que las madres conocemos de fondo.
El amor y la frustración mezclados en un momento en el que las ganas de demostrar que sigues siendo tú, se estrellan a toda velocidad con el muro de la realidad de tu cuerpo, de tu mente y de tus sentimientos divididos entre el pasado y el presente; entre lo que sabes que eras y lo que eres hoy, el momento en que tu individualidad se ha roto para siempre y no queda más que un camino de reconciliación con el irrefutable hecho de que ya no eres la misma.
Es el llanto que lleva el peso de querer demostrar que sí se puede pero es jodidamente difícil. Porque te enzarzas en solitario en una batalla personal que nadie puede ver del todo, e incluso tú misma crees que el enemigo con el que peleas está ahí fuera cuestionándote detrás de un micrófono en la sala de prensa, pero el monstruo crece y crece incesante dentro de ti.
EL PESO DE SER LÍDER
Serena lleva el peso de la líder que es, intentando ser ese ícono en el que cualquiera en el mundo piense cuando quiera cuestionar si es viable ser madre y ser la mejor del mundo en tu trabajo; en una puesta a prueba, en un “a ver si es cierto”, y Serena es tan grande que no le queda nada por demostrar.
Las que somos madres, agradecemos profundamente esa tenacidad para estar ahí, el valor de volver a salir a la cancha e intentarlo una y otra vez porque para ella misma sea importante; quisiéramos que ganara para mostrar una verdad que los incrédulos son incapaces de ver.
Que aquellos que quieran solamente ver a la gigante rendirse, lo harán, sin advertir que la batalla de la cancha se vuelve superflua cuando la guerra está dentro de la jugadora.
LAS LÁGRIMAS DE SERENA SON TAMBIÉN NUESTRAS
Son cada intento por volver al mar y salir revolcada de él. Son cada intento de cumplir con nuestras propias expectativas de ser súper poderosas y de demostrarle al mundo que no solo somos suficientes, sino que podemos tener el mundo a nuestros pies.
Son la búsqueda de una paz que no llega hasta que asumes que el muro lo estás construyendo con cada raquetazo que saca de tu cuerpo todas las fuerzas que necesitas para zurcir el dolor de saberte otra, desconocida, confundida y algo rota.
Son el duelo por un yo que se ha ido.
Serena es y seguirá siendo grande. Lo será más cuando logre reconciliarse consigo misma. Como todas nosotras, que volvemos de las cenizas para rehacernos y decir “he vuelto” con una fortaleza mucho más grande de la que nos creíamos capaces antes de rompernos en dos.